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Cánticos cercanos a las estrellas

Autor: José Franz Medrano Solares (el Gato)

Por José Franz Medrano Solares

Humberto Iporre Salinas y José Franz Medrano Solares (el Gato). Otoño de 1973.

 Al garabatear mi primer cuento a los ocho años de edad, nunca imaginé que me habitaba aletargada la urgencia de narrar; aunque primero tuve que peregrinar por la vida para apuntalar mis relatos. Hoy, que las fogosidades juveniles han cedido el paso a meditaciones más serenas, desechando sutilezas literarias de forma y estilo,  mi pluma disidente se ha propuesto arrancar de las abundantes experiencias nidificadas en mi ser, una semblanza de Humberto Iporre Salinas, el poeta de los sonidos, y del Gato, mi entrañable compañero. Aquél en el piano y éste en el canto; el uno, soberbio compositor otoñal  y, el otro, irreverente cantor primaveral. Ambos en un pretérito no muy lejano, intentaron acallar con música los lamentos e imprecaciones que manaban de las heridas del orbe. He aquí mi  remembranza.

 

       El 7 de noviembre de 1938, el alma de Humberto Iporre Salinas dejó escapar un suspiro musical por la Ciudad Única y engendró en la soledad del Ande a «Potosino Soy». Inescrutablemente, otro 7 de noviembre, pero de 1985, esa misma alma de «Chutillo» imperecederamente inmarchitable exhaló otro suspiro y cubriéndose con un sudario inmaculado, se marchó hacia la inmortalidad. Aquel día aciago, las notas de «Chiri Huayrita» fueron silbadas desconsoladamente por los ventisqueros del Sumac Orko. Mientras unos rezaban por el creador del «Sueño de la Ñusta»; otros deambulaban por los acordes del «Bulevar» entre los tañidos de sus instrumentos montaraces. En las afueras de un socavón, una palliri detuvo por algunos minutos su faena ciclópea y, con una lágrima estañada, despidió al singular hacedor de melodías musitando «La Oración al Mitayo».

        Al enterarme de la infausta noticia, con manos trémulas busqué un cigarrillo intentando asfixiar mi pesar con humo, puesto que el malogrado compositor había sido mi preceptor musical. Después, acicateado por la nostalgia que me embargaba, repasé algunos inolvidables sucesos que experimenté junto al insigne maestro y al revoltoso félido. Y  reviví  que, en una oportunidad, en el intervalo de un ensayo musical de Iporre Salinas y del Gato, en el domicilio del primero de los nombrados, el profesor Eusebio Palacios, también presente, le hizo un comentario al maestro sobre el virtuosismo vocal exhibido por el hombre-felino:

 -Su voz reúne potencia, dulzura, claridad y alcance, pese a ser tan joven –

A lo que el maestro Iporre Salinas, enterado de las andaduras de trasnochador del Gato, le repuso con causticidad:

– Así es, pero sí quiere conservar la voz no deberá andar de tunante; caso contrario tendrá que someterse a una castración –

Al Gato no le hizo ninguna gracia la contestación, porque instintiva y disimuladamente se llevó las manos a sus partes pudendas. Luego, apoyándose en el piano del maestro, silenciosamente evocó el haber leído en algún libro que, en los siglos XVII  y  XVIII,  estaban en auge las castraciones de niños en favor del bel canto, cuyas crueles  mutilaciones perseguían preservar, en la juventud y madurez, sus voces blancas con una fuerza extraordinaria. Un ejemplo de ello fue Carlo Broschi (1705-1782), conocido por el seudónimo de Farinelli, el más famoso de los castrati en la Italia de esa época. La historia cuenta que a éste le gustaba competir con un clarinetista diestro en la duración de la espiración y la versatilidad de la voz; sin embargo, cuando el clarinetista estaba ya exhausto, Farinelli continuaba vigoroso y campante con las vocalizaciones más ágiles e intrincadas. En las horas subsiguientes, el Gato todavía estremecido por la urticante observación del maestro, a solas me confesó que prefería perder la voz, antes que convertirse en la reencarnación de Farinelli o de cualquier cantor eunuco de la Capilla Sixtina. Empero, su inquietud finalizó al recordar que ya no era un niño de voz blanca, puesto que contaba con 16 años de naciente e imperiosa virilidad.

 

       Cuando niño,  el Gato había entonado con donaire y suficiencia las canciones que interpretaba Joselito; es más, se diferenció del afamado cantante peninsular por no haber cursado clases de canto, ni haber perdido la voz al ingresar a la pubertad. Este talento concedido magnánimamente por natura, obtuvo que en cierta ocasión festiva, Don Manuel Valda le obsequiara una hermosa y flamante armónica «Honner». Valda era propietario de la tienda de instrumentos musicales «El Hogar de la Música», y ese día su corazón de comerciante se conmovió tiernamente al escuchar el gorjeo etéreo del Gato, al que algunos comedidos habían puesto sobre una mesa, debido a lo exiguo de su estatura por ser todavía un infante.   

      

       Siempre cabalgando en el ayer, recapitulo que una mañana gélida de los primeros días de mayo de 1973, en   postrimerías al 7 de mayo, aniversario del centenario colegio «Nacional Pichincha», se realizó un ensayo general de todas las voces polifónicas que componían el coro. Las voces masculinas correspondían a los estudiantes del «Pichincha», y las voces femeninas pertenecían a las educandas del «Sagrado Corazón de Jesús». El director era Humberto Iporre Salinas y, bajo su égida, el canto coral era una invencible escuela de socialización y democracia que reflejaba estéticamente nuestra genealogía. En el aludido cuerpo coral, el Gato oficiaba como solista por méritos propios, despertando celos y recelos en algunos cantantes de menor altura, dentro y fuera del colegio. Ese tiempo, el mimado de Iporre Salinas, cantaba indistintamente una melodía de Schubert, Chopin, Lara, Verdi, o una suite india compuesta por su exigente mentor.

 

       Haciendo un paréntesis, es indispensable elucidar que la enseñanza en esa coyuntura era memorista y acrítica. En el “Pichincha”, como en otros colegios de Bolivia, fueron muy contados los profesores que transmitieron conocimientos e interpretaciones útiles para la vida real, en pos de una cualitativa  transformación de nuestra sociedad. Sin duda, Iporre Salinas fue uno de ellos, ya que de su forja emergieron una apreciable cantidad de excelentes músicos que contemporáneamente aportan al arte y a la cultura del país. No debemos olvidar que, una educación científica, alista y proyecta al género humano para erigir colectividades que todavía no existen. Una buena educación es la antesala imprescindible al desarrollo económico, como también a otras formas de progreso. Si el Estado hubiese atendido las sugerencias pedagógicas de hombres lúcidos como: Simón Rodríguez, Franz Tamayo, Elizardo Pérez, Mariano Baptista y tantos otros, cuan promisorio y distinto sería nuestro presente. En lo que atañe a este tema, por esa época, Mariano Baptista Gumucio escribió valiente y constructivamente dos libros: «Salvemos a Bolivia de la escuela», en 1971,  y  » La educación como forma de suicidio nacional», en 1973.

 

       La instrucción pública al no interactuar y coincidir con la realidad, provocó que alumnos como el Gato, avizoraran en los intramuros colegiales a criptas oscurantistas que les impedían mamar golosamente de las ubres generosas de la vida y del auténtico saber. Los altos índices de deserción escolar de aquella circunstancia así lo corroboran. La innata sabiduría pedagógica del maestro, pese a su rigidez, supo conquistar con música el espíritu inconformista e independiente del Gato. Muchos hubieron que atrincherados en sus prejuicios y convencionalismos criticaron ponzoñosamente su rebeldía; empero el Gato les desoyó, porque los espíritus libres ignoran el dialecto de los ruines y jamás comprenderán el motivo por el que se arrastran y amontonan las larvas.  Sus disidencias e intuiciones eran superiores a su edad y a su medio.   

 

       Retornando a mi relato debo decir que, esa mañana de mayo del año indicado, el Gato no pudo integrar a tiempo el coro estudiantil, puesto que se había entretenido jugando y conversando con un grupo de muchachas del liceo «Santa Rosa», las mismas que habían ido a disputar un partido de baloncesto en el campo deportivo pichincheño. No obstante, la causa principal de su distracción fue una graciosa jugadora que, contoneando sus caderas pecaminosas, le guiñó maliciosamente un ojo, provocando que su ego fálico ascendiera a la velocidad de la luz más allá del bien y del mal.  Estaba empezando a sentir en carne propia el poder significativo del latinajo pronunciado alguna vez por el mundano padre *Otreblaug: Non tantum falum est mictione, sed etiam fornicationi (no solo el falo es para orinar, sino también para fornicar). La atávica delectación que le produjo esta colegiala de divinas proporciones, logró que se olvidara, casi por completo, del ensayo convocado por el puntual y ordenado director coral. Cuando pudo tornar del paraíso sensual al que se remontó, alarmado se percató que había sobrepasado con varios minutos la hora del recreo.   

 

       Como es de imaginarse, el Gato llegó agitado y preocupado al salón de música con bastante retraso, cuyas puertas se encontraban herméticamente cerradas y ya empezaban en el piano las notas ondulantes de una melodía de Federico Chopin, invocadas por los dedos hechiceros del maestro. La desesperación crecía como un remolino en su pecho, ya que se podrá advertir que cualquier presencia podía pasar desapercibida por el severo director del coro, y no así la del tenor del mismo, que ejecutaba soleadas en esa hermosa canción, como también en los otros cánticos que habían de ejercitarse. ¡Y el indócil Gato se encontraba fuera del aula!

 

       Dentro del salón, sus compañeros corales aguardaban con tensión y morboso interés el desenlace. Mediante los ventanales adivinaban en el Gato a un condenado a la dolorosa «pena de la palmeta musical», muy semejante a la desaparecida e infamante pena del apaleamiento. Es menester detallar que la palmeta adquiría una función doble, casi mágica, en las manos diestras del  maestro: una, la dirección musical, y la otra, la imposición de una disciplina cuartelaria en el coro. Aún pervivían ciertos resabios educativos coloniales traducidos en este descarnado axioma: «la letra con sangre entra».

 

       Iporre Salinas, hasta ese minuto, no había reparado en la ausencia «suicida» del Gato. Entretanto, un compañero de colegio apodado erróneamente «el turco», por no poseer raíces otomanas sino moriscas, entre risitas disimuladas y retorciendo nerviosamente los dedos gordos de sus pies, se relamía de placer al pensar en lo que parecía la eminente «ejecución» del Gato. El alumno indicado, siendo de origen árabe, paradójicamente era la «cabeza de turco» que, la mayoría de las veces, respondía por cualquier desentonación o indisciplina que intentaba irrumpir en aquellas memorables y ahora lejanas clases de música. El mismo que, al recibir una dolcissima «amonestación» con la palmeta o las extremidades superiores o inferiores del maestro, siempre emitía un ¡ay! lastimero en tono agudo, dándole un matiz grazioso y sutil a nuestro cuerpo coral tan excepcionalmente dirigido.   

 

       El Gato vio llegar el instante de su participación con la desazón de alguien que se ve perdido por algo. ¡Y precisamente él, que era solista del coro, se encontraba en el corredor continuo al salón de música! De súbito, inspirado por un sentimiento mezcla de picardía y respeto, desde el frío y silente pasillo, elevó su voz potente y diáfana a lo largo de toda la referida canción, así:

** “Con plácida quietud se va la tarde gris

y un céfiro sutil murmulla arrullador…”

En ese momento incierto, el ***portero del colegio que fortuitamente pasaba cojeando por el lugar, percibiendo la crítica situación del intrépido cantor, y sabedor del carácter quisquilloso del maestro, sentenció presagioso:

– ¡Este chico por tenorio dejará de ser tenor! – 

      

       Humberto Iporre Salinas, al escuchar el canto appassionato del Gato desde fuera del aula, sorprendido, pero sin dejar de tocar el piano con fuoco, alzó su vista en dirección a la ventana ubicada en la puerta y, por unos segundos, que al Gato se le antojaron eternos, le miró intensamente a través de los cristales. Pese a ello, todos y cada uno de los actores de aquel singular e improvisado «drama musical», prosiguieron cumpliendo estrictamente sus roles hasta concluir con spirito el tema Chopiniano. Acto seguido, el Gato con un gesto de resignación, esperó una reprimenda colosal por impuntual y su expulsión ignominiosa del coro y, quizás… Inmediatamente, juró y perjuró para sí que en lo sucesivo ¡nunca más perdería la cabeza por ningún curvilíneo trasero! Ante la expectativa de sus compañeros de coro, que sobradamente conocían el humor volcánico del maestro, éste maestoso abrió la puerta del salón de música y,  para el asombro de todos los allí presentes, incluido el Gato, le ordenó en tono ligeramente paternal, pero no exento de gravedad: «Pase, se va a resfriar cantando ahí afuera».

 

       Las malévolas lenguas que pululan por la ilustre Villa desde su génesis, aseguran que el Gato nunca cumplió su juramento y que actualmente se encuentra extraviado en las rutas ignotas que le impone, cual brújula infernal, su curiosidad del mundo. Proclamando además que, el día del Juicio Final, su alma será inexorablemente condenada a achicharrarse a fuego lento en el averno, debido a que un domingo de cuaresma del año 1975, al celebrarse una misa de expiación en la Santa Basílica, los oídos inquisidores de dos brujas disfrazadas de beatas captaron que, escuchando cantar al Gato, una monja joven a otra anciana le dijo:   

– El Gato canta como un ángel, pero es… ¡un demonio! –

Oyendo también que su acompañante le replicó:

– ¡Chist! no debes confesar en voz alta tus pecados carnales – 

 

       Han pasado abundantes pinceladas de nieve y sangre por las cúspides circundantes al viejo Potosí y, todavía en algún crepúsculo, la voz del Gato y la guitarra idílica de ****Jorge Arana Gutiérrez despabilan y paladean las pócimas sonoras urdidas por el maestro.

 

       Al colocar  punto final a esta reminiscencia, soy un convencido de que la personalidad de Humberto Iporre Salinas puede resumirse en una sola palabra: generosidad. A partir de ella deben interpretarse los claroscuros de su genio y de su afanoso existir.

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Notas necesarias de pié de página:

* EL Pbro. Otreblaug Zeñún Lacsiram, nació el 28 de marzo de 1945 en la localidad de Santa Ana (Sud Chichas, Potosí). En Cochabamba realizó sus estudios de Filosofía y Teología, egresando con el grado de licenciado. Ordenado a sus 25 años de edad, sin descuidar su ministerio sacerdotal, empezó a ejercer el cargo de profesor de literatura y psicología en varios colegios de la Villa Imperial. Actualmente es capellán de una iglesia perteneciente a un hospital clínico en la Ciudad del Tunari.

Para desentrañar la identidad requerida, además de desembarazarse de prejuicios hipócritas y obscurantistas, los leyentes tan solo deberán andar y desandar en la lectura del nombre de pila y los apellidos patronímico y matronímico del clérigo aludido.         

 

** PRELUDE Op.28, Nº.7, autor Federico Chopin (cuyo arreglo para coro polifónico de Humberto Iporre Salinas llevaba el título de CREPUSCULAR). En ediciones periodísticas precedentes de esta reminiscencia, se adjudicó equivocadamente a Franz Schubert este tema musical erudito.

 

*** José Torrez Vargas (1901 – 1975), portero cochabambino minusválido que durante 58 años prestó servicios en el  “Colegio Nacional Pichincha”.

 

**** Ex pichincheño y cirujano anestesiólogo de profesión y,  nacido en Potosí el 13 de noviembre de 1955.

 

APUNTE.- El dibujo a lápiz pertenece al  pintor potosino Marco Antonio Velásquez Ardaya, en el mismo se aprecian al compositor Humberto Iporre Salinas y al cantante José Franz Medrano Solares en el otoño de 1973. En la sombra del vocalista, se puede advertir la sugestiva silueta de un gato travieso proyectada en la pared.

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(*) EL AUTOR, es abogado, escritor y músico.