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Respeto a nuestra América, por José Martí

RESPETO A NUESTRA AMÉRICA

Nótase, con gozo, por cuantos estudian la prensa norteamericana, el creciente respeto que, sólo con haber empezado a revelar su intención de vivir en acuerdo con las grandezas del tiempo, consiguen ya inspirar a este pueblo los hechos y tamaños de países que, acaso, no le servían ha poco más que para ocasión de mostrar desdenes y burlas.

Ya no se halla muy frecuentemente en los diarios aquella alusión impertinente, y sólo en apariencia merecida, a nuestros cambios súbitos de gobierno y guerras, que era antes lugar común de todo artículo sobre nuestros países; sino noticias de contratos, entusiastas relaciones de nuestras riquezas, tributos de respeto a nuestros hacendistas y estadistas, y un tono general y afectuoso, mezclado aún de sorpresa y descreimiento. No bien desocupada apenas la América Latina de las contiendas que libran en su seno el espíritu joven y el antiguo, ya porque aquél entienda que vale más esperar a que el Sol nuevo funda y pulverice las venenosas ruinas, que gastar las fuerzas neciamente en lo que., al cabo, ha de hacer el Sol, ya que cedan los enconados hombres de antaño, amigos de casas solariegas y privilegios patriarcales, al noble decoro y generosa influencia que trae consigo el ejercicio reposado de la libertad, se ve adelantar, como cortejo de gente joven que saliese adolorida y sonriente de enfermedad grave, al séquito de pueblos que nacieron armados del pomo de la espada de Bolívar.

Vense en todos ellos señales comunes. Es una de ellas el espontáneo reconocimiento de los méritos sólidos y silenciosos de los hombres de la paz, empresarios osados, hacendados innovadores, creadores de ferrocarriles, ajustadores de tratados, movedores de fuerzas, constructores, creadores. Los hombres de armas van a menos, y los de agricultura, comercio y hacienda, a más. En tierras donde antes no esperaban los brillantes y desocupados mozos sino matrimonio rico o revolución vencedora que los pusiera, como a estatua sobre pedestal, sobre la vida, ahora se ve a los mozos ideando empresas, sirviendo comercios, zurciendo cambios, abogando por intereses de vías férreas, trabajando, contentos y orgullosos, por campos y por minas. Los que antes pesaban sobre su país, dormidos sobre él, ahora llevan a su país en sus hombros.

No hubiera más que esta razón, que con júbilo notamos a una en casi todas nuestras tierras, y ya serían dignas del creciente respeto de que hoy tomamos nota. Y esto es justo. Lo que acontece en la América española no puede verse como un hecho aislado, sino como una enérgica, madura y casi simultánea decisión de entrar de una vez con brío en este magnífico concierto de pueblos triunfantes y trabajadores, en que empieza a parecer menos velado el Cielo y viles los ociosos. Se está en un alba, y como en los umbrales de una vida luminosa. Se esparce tal claridad por sobre la Tierra, que parece que van todos los hombres coronados de astros.

Y astros los coronan: la estima de sí propios, el dominio de su razón, el goce de sus derechos, el conocimiento de la tierra de que viven. Ciencia y libertad son llaves maestras que han abierto las puertas por donde entran los hombres a torrentes, enamorados del mundo venidero. Diríase que al venir a tierra tantas coronas de cabezas de reyes, las cogieron los hombres en sus manos y se han ceñido a las sienes sus fragmentos.

La América. Nueva York, agosto de 1883